Jonathan Molina
La primera vez que lo noté fue un martes por la tarde. Un detalle insignificante que pasé por alto: mi cuaderno de notas estaba ligeramente desplazado sobre la mesita de noche. No recordaba haberlo movido, ni dejado en esa posición, pero bien podría haberlo hecho distraídamente al despertar.
Soy escritor y siempre tengo una libreta junto a mí. La creatividad es mi herramienta más importante. Las ideas llegan cuando menos lo esperas: un sueño, un recuerdo, un aroma, una canción… Todo puede convertirse en inspiración. Por eso, cualquier mínima alteración en mi entorno me es perceptible.
Mis padres murieron cuando yo tenía dieciséis años. Un accidente de tráfico que marcó mi vida para siempre. Mi hermana mayor, Elena, se hizo cargo de mí. Éramos todo lo que nos quedaba: el uno al otro. Quizás por eso desarrollé ese sentido de la meticulosidad, ese afán por controlar cada detalle de mi existencia. Como si ordenar el mundo pudiera evitar que todo se desmoronara de nuevo.
El segundo indicio llegó una semana después: una taza de café a medio beber en la cocina. Yo no lo había preparado y aún estaba tibio, con ese vapor delicado que se eleva apenas unos centímetros antes de desvanecerse. Mis manos estaban limpias, secas. No había señales de que yo hubiera estado allí.
Comencé a sospechar.
No era la primera vez que me enfrentaba a lo extraño. Años atrás, en mi último año de universidad, sufrí un breve episodio de ansiedad que me llevó al psicólogo. “Pérdidas de memoria momentáneas”, aseguró, “acompañado de episodios de despersonalización”. “Nada grave”, confirmó. Pero esto era diferente.
Una noche, mientras trabajaba en la estructura de mi nueva saga, advertí algo peculiar en el mapa mental que dibujé en mi pizarrón. Un trazo delgado, casi imperceptible, cruzaba de un punto a otro, abriendo una nueva línea temporal en mi historia. No lo recordaba. No era un error, pero
tampoco estaba en mis planes. Era como si otra mano hubiera completado el trabajo.
Se me heló la piel y miré a mi alrededor buscando… algo. Alguien. ¿Realmente había algo ahí? ¿O era mi mente jugándome una trampa? Elena solía decirme que tenía una imaginación desbordante. "Eres como papá", decía. "Capaz de construir mundos enteros en tu cabeza". Pero, ¿sabes? Esta vez no parecía imaginación. Era como si algo —o alguien— se moviera entre los espacios ciegos de mi realidad, ocupando los intersticios de mi existencia.
Ese “algo” no tardó en ganar terreno.
Una noche, durante una cena con mis amigos, Carlos me preguntó si estaba bien. Le conté algunos detalles de lo que me había sucedido, buscando alivio en la lógica de otro. Me miró con preocupación y escepticismo.
—Necesitas descansar —dijo—. Llevas meses trabajando sin parar. ¿No se supone que los escritores tienen una vida sin preocupaciones?
Tenía razón y no por la vida sin preocupaciones, sino porque los últimos meses han sido agotadores. Largas noches frente al ordenador, obsesionado con cada detalle, cada línea, cada ritmo. Pero había algo más que me impedía detenerme: un impulso, casi compulsivo, por perfeccionar todo, como si mi vida dependiera de ello.
Entonces recordé algo que me dijo mi psicólogo: "A veces, nuestra mente fragmenta partes de nosotros mismos para protegernos de aquello que no podemos procesar". No quería creerlo, parecía una advertencia.
Los días transcurrieron sin novedad hasta que una tarde, al regresar a casa, sentí que algo había cambiado. No era un cambio concreto: la disposición de los muebles, la luz que entraba por las ventanas, los enseres de la cocina, la decoración… todo me resultaba ajeno, como si perteneciera a otro hogar.
Mi teléfono sonó. Era mi propio número. Dudé, pero contesté.
—Hola.
Silencio.
—Hola —insistí.
—Hola —respondió una voz… idéntica a la mía.
—¿Quién habla? —pregunté, con voz casi imperceptible.
—Soy yo… bueno, soy tú —respondió la voz. Mi voz.
No era una grabación. Tampoco un fallo tecnológico. Había algo en su tono, en esa familiaridad, que paralizó mis sentidos.
No respondí.
—Soy tú —insistió.
—¿Qué quieres? —logré decir.
—Solo quiero que lo entiendas —respondió. Su voz resonó como un eco, multiplicándose en la habitación hasta llenar cada rincón.
La llamada terminó.
Durante las siguientes semanas los encuentros se hicieron más frecuentes: notas en el escritorio con mi letra que no recordaba haber escrito; archivos en la computadora con cuentos que no escribí; platos sucios en la cocina que no había usado, objetos que aparecían y desaparecían sin explicación…
Y mis amigos comenzaron a hacer comentarios extraños sobre mí. "Hoy estás diferente", decían. "No sé qué es, pero algo en ti ha cambiado". Yo solo les sonreía, tratando de parecer como antes.
Una noche desperté sobresaltado. La habitación estaba oscura, pero sentía una presencia. Junto a mi cama había una silla. No era mía. Sentado en ella, inmóvil, había alguien que me miraba.
Era yo. Pero no exactamente yo. Era una versión borrosa, distorsionada y deformada en los contornos. Tenía mi mismo rostro, misma ropa, mismo cabello, pero algo en su mirada resultaba ajeno.
No me moví. Él tampoco.
Cuando encendí la luz, la silla estaba vacía. Solo mi sombra permanecía, reflejada en la pared, alargada y silenciosa.
De pronto, todo a mi alrededor comenzó a parecer irreal. Los objetos mostraron una doble existencia, un reflejo ligeramente desplazado que no podía tocar. Los marcos de las ventanas se curvaron imperceptiblemente y las sombras se movían un segundo después de que yo lo hacía, como si ya no estuvieran sincronizadas conmigo.
Y entonces lo entendí: nunca estuve solo. Nunca fui el único. Y quizás él era el real. Y yo, simplemente la sombra. O tal vez ambos éramos apenas fragmentos de algo más grande. Algo que no logro comprender.