Cuando uno lee El gato que venía del cielo lo primero que emerge no es la historia —que podría resumirse en dos líneas con la frialdad del que desarma un haiku para contar sílabas—, sino una atmósfera y un susurro que avanza página a página hecho de luz, de brisa, de silencios domésticos, de hojas que caen y de sombras que se desplazan apenas. Es un libro en el que casi no pasa nada, y sin embargo, cuando uno lo cierra, ha pasado todo. Hay novelas que nos asaltan; esta, en cambio, nos habita con la parsimonia de un gato que no es nuestro, pero que nos ha elegido por un instante.
Takashi Hiraide construye una obra breve y sin alardes, pero de una hondura que sólo se revela a quienes saben ver el mundo desde la lentitud. La historia —una pareja que vive en una pequeña casa alquilada en Tokio y que establece una relación casi espiritual con el gato de los vecinos— podría haber caído en la ternura fácil, en la cursilería de lo felino como sinónimo de consuelo, pero no. Aquí todo está depurado, como si cada palabra hubiese sido elegida tras meditar su peso en el aire: no hay exceso, no hay dramatismo, no hay moraleja, sólo la vida pasando con sus texturas mínimas.
Lo notable es que esa vida está hecha de lo que muchos llamarían "insignificancias", como una puerta corrediza, una pared de concreto que delimita un jardín, una flor que brota fuera de temporada o la forma en que el sol cae sobre la madera del tatami; sin embargo, en esas "insignificancias" se condensa algo más vasto: el tiempo y la conciencia de que todo lo que amamos está, desde su aparición, condenado a desaparecer. Hiraide no nos lo dice, lo sugiere. Y eso es precisamente lo que vuelve a esta novela tan japonesa.
En el corazón de esta estética late el mono no aware, esa melancolía suave que despierta la belleza de lo pasajero. No es tristeza, sino una forma de estremecimiento ante lo que no puede permanecer. Chibi, el gato que entra y sale de la vida de los protagonistas, es emblema de ese espíritu: viene del cielo, o al menos eso creemos, y se marcha como llegó, sin despedirse, como el último día del verano. Lo que conmueve no es su presencia, sino su huella.
Hay algo en esta escritura que recuerda a Yasunari Kawabata. No en la forma, pero sí en la sensibilidad. En País de nieve o La casa de las bellas durmientes, Kawabata también nos enseña a mirar lo mínimo: una ventana abierta, un gesto contenido y un silencio compartido. En Hiraide esa mirada se vuelve doméstica, casi cotidiana, pero no por ello menos sagrada. El libro está cruzado por la reverencia hacia lo ordinario, como si cada objeto, cada rincón de la casa, fuera un pequeño templo que merece ser nombrado con delicadeza. Lo que hace Hiraide no es contar, sino contemplar. Escribir, en este caso, es una forma de habitar el mundo.
En cierta medida, su obra está más cerca del haiku que de la novela tradicional. Como en los versos de Bashō, aquí lo importante no es lo que se dice, sino lo que se sugiere. El gato cruza el umbral y desaparece entre los árboles, y con él se va algo que no podemos nombrar.
La escritura de Hiraide deja espacios vacíos, huecos donde el lector puede proyectar su propia emoción. No se trata de identificación, sino de resonancia. Leemos sobre Chibi, pero pensamos en nuestras propias pérdidas, en los instantes que no supimos atesorar y en todo lo que amamos y ya no está.
La casa, en este contexto, más que un lugar físico, es un estado del alma. Ese pequeño hogar prestado, que los protagonistas saben que no les pertenece del todo, se convierte en metáfora de la existencia misma. ¿Cómo no pensar aquí en Heidegger, en su idea de la “morada poética”? Para el filósofo alemán, el hombre habita verdaderamente sólo cuando lo hace de manera poética, es decir, cuando reconoce la fragilidad del mundo y lo nombra con gratitud. Eso es exactamente lo que hace Hiraide: escribe como quien agradece.
En un tiempo narrativo donde imperan los excesos —el thriller de alta velocidad, la autoficción ruidosa, la metáfora empachada—, El gato que venía del cielo es una forma de resistencia. Nos invita a desacelerar, a mirar lo que casi nunca miramos. En su escritura no hay necesidad de inventar conflictos artificiales. El conflicto ya está dado: la vida misma, con su transcurrir inevitable. La belleza, aquí, no está en lo que ocurre, sino en cómo ocurre.
Leer esta novela es, también, una forma de reeducar la mirada y de reconciliarnos con el presente. En ese sentido, tiene algo de ejercicio espiritual. La forma en que los protagonistas se vinculan con Chibi —sin poseerlo, sin domesticarlo, sin siquiera saber si volverá— se convierte en un modelo de amor sin apego. Un amor atento, pero no ansioso; abierto, pero no invasivo. Amor como contemplación, y eso, en tiempos de vínculos compulsivos, es casi revolucionario.
No es casual que todo lo importante suceda al borde. El gato no entra del todo, pero tampoco se queda fuera; la casa no es suya, pero tampoco ajena; el afecto entre los protagonistas no es explícito, pero se intuye en la forma en que comparten el asombro. Esta liminalidad es central. Hiraide escribe desde los márgenes: los márgenes del lenguaje, del hogar, del vínculo. Y en esos márgenes descubre lo esencial.
Podríamos decir que esta novela es una elegía. Pero no una elegía trágica, sino serena. Una meditación sobre la pérdida inevitable, escrita con la misma delicadeza con la que uno acaricia a un gato dormido. El lector no encuentra aquí catarsis, sino algo más valioso: una epifanía suave, un estremecimiento íntimo. Al cerrar el libro, uno no siente haber leído una historia, sino haber estado en un jardín, en silencio, viendo caer las hojas.
¿Y no es eso, al final, lo que buscamos cuando leemos? No tanto respuestas, sino la posibilidad de habitar el mundo de otra manera. El gato que venía del cielo no nos dice qué pensar, ni siquiera qué sentir. Sólo nos recuerda —con una voz casi inaudible— que la vida es frágil, que la belleza es un instante, y que a veces, lo más significativo ocurre cuando aprendemos a mirar sin esperar nada a cambio.
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Jonathan Molina