Hay actos que no se pueden deshacer. Hay decisiones que te persiguen más allá de la muerte...

... y hay castigos tan perfectos en su crueldad que sólo la justicia sobrenatural podría diseñar.

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El último tren


Jonathan Molina


El andén estaba vacío. Martín se quedó parado, mirando las vías que se perdían en la oscuridad del túnel, sintiendo cómo el frío del metal se filtraba a través de sus zapatos. Le dolían los pies. Llevaba horas caminando por la ciudad sin rumbo, incapaz de regresar a su departamento e incapaz de enfrentar los periódicos que dejó sobre la mesa del comedor.


La noticia ocupaba apenas un párrafo en la sección local: "Familia Herrera pierde su hogar tras prolongada batalla legal con aseguradora". Debajo, una foto borrosa de una mujer con dos niños pequeños y un jovencito de apenas 18 años abrazados frente a cajas de cartón y, detrás, hombres trajeados, policías y funcionarios de los juzgados. Los echaron por la fuerza.


Martín conocía esa foto. Había visto caras similares en los documentos que cruzaban su escritorio todos los días durante sus quince años como actuario senior. Pero esta era diferente: la familia perdió todo por un cálculo que él hizo tres años atrás.


El incendio en la casa de los Herrera fue real; el seguro de vida del padre, también. Pero cuando Martín revisó los números encontró una discrepancia menor en las fechas de pago del seguro. Matemáticamente, técnicamente, podría argumentarse que la póliza caducó exactamente seis días atrás. No tenía que reportarlo, era el tipo de error que se pasaba por alto con frecuencia, pero la compañía tuvo pérdidas ese trimestre y el director dejó en claro a todos los empleados que necesitaban "ser más rigurosos con las evaluaciones".


Martín corrió los números de nuevo, como buscando otra razón para negar el pago. Encontró de nuevo la fecha, escribió el reporte, negó el pagó del seguro y ganó su bonificación anual.


La familia perdió $800,000, una cantidad ínfima para la aseguradora, pero que habría sido suficiente para reconstruir su vida después de la tragedia.


No se arrepintió, pero tampoco dejó de pensar en que habría sucedido si...


Un rugido familiar resonó en el túnel. Martín alzó la vista, esperando ver las luces del último tren nocturno. Lo que apareció no fue el vagón azul y blanco que conocía. El tren que se acercó era diferente: más viejo, de un verde desteñido, con ventanas que parecían empañadas desde adentro. Las puertas se abrieron con un siseo suave. Subió.


El interior estaba casi vacío, iluminado por una luz amarillenta que parpadeaba ocasionalmente. Había dos pasajeros: una mujer mayor que miraba fijamente por la ventana y un hombre de traje que dormía con la cabeza ladeada.


—¿A dónde va este tren? —preguntó Martín al conductor, pero no hubo respuesta. El hombre en la cabina estaba ausente.


—A cualquier día que necesites cambiar —dijo la mujer mayor sin voltear a verlo—. Pero cada viaje tiene su precio...


"Vieja loca", pensó Martín, ignorándola.


— ... años de tu vida. Tiempo que no recuperas. —Finalmente lo miró—. Yo llevo ochenta y tres viajes intentando no firmar un documento que arruinó a mi hermana. Cada vez encuentro una excusa diferente, pero siempre termino firmándolo. Porque en el fondo, siempre soy la misma persona cobarde que antepone su comodidad al bienestar de otros.


El tren avanzó. Por las ventanas, Martín vio que ya no estaban en el túnel subterráneo. Afuera había luz de día y continuaron hasta el edificio corporativo donde ha trabajado varios años.


—Este es tu día —dijo la mujer—. El día que elegiste el dinero sobre la justicia.


Martín guardó silencio, no comprendía lo que la anciana quería decirle ni cómo sabía sobre de él.


Las puertas se abrieron y, al mirar la fachada de su oficina, reconoció perfectamente todo: efectivamente, se encontraba en el día que revisó el caso Herrera, tres años atrás. Lo supo por el gran reloj digital que adorna la recepción del edificio.


Corrió hasta el ascensor, subió al quinto piso, atravesó la oficina y se sentó frente a su computadora. Ahí estaba el expediente: todos documentos, los números y la discrepancia de fechas que usó para negar el pago.


Dudó, pero esta vez escribió el reporte diferente. Aprobó el pago completo y recomendó que se procesara lo más rápido posible. Cuando el director le preguntó por qué no había encontrado razones para negar el reclamo, Martín le dijo que todo estaba en orden.


Al terminar el día, Martín se dirigió a su departamento a descansar. Esa noche durmió bien, con la conciencia tranquila: no habrá bonificación ese año, pero la familia Herrera recibió su dinero.


Cuando despertó estaba de nuevo en el andén, visiblemente más viejo.


—¿Qué sucedió? ¿Funcionó? —preguntó al hombre de traje, que ahora estaba despierto.


—Míralo tú mismo —respondió, señalando un periódico abandonado en el suelo.


La noticia era diferente: "Familia Herrera reconstruye su hogar tras recibir pago de seguro". Pero debajo había otra noticia que le erizó la piel: "Actuario de seguros es despedido por aprobar pago fraudulento".


El artículo explicaba que una investigación posterior reveló que el pago a los Herrera fue indebido, pues la póliza había caducado. Martín fue despedido, procesado por negligencia profesional y condenado a pagar una multa que lo dejó en bancarrota.


—No entiendo... salvé a la familia —murmuró Martín.


—Sí —dijo el hombre de traje—. Y te destruiste a ti mismo. Sigues aquí, en el tren, porque aún no puedes aceptar las consecuencias de hacer lo correcto.


Las puertas se abrieron de nuevo. El tren llegó al mismo día, a la misma oficina y a la misma decisión que habría de tomar Martín.


Bajó otra vez y esta vez fue más astuto. Aprobó el pago, pero también documentó meticulosamente cada paso, asegurándose de que no pudieran culparlo. Cubrió sus huellas, involucró a otros y distribuyó la responsabilidad.


Despertó en el andén, años más viejo, con un periódico que mostraba una noticia peor: "Escándalo en aseguradora: empleados procesados por conspiración fraudulenta". Toda la oficina había caído. Docenas de familias perdieron sus trabajos y el escándalo llevó a la empresa hasta la quiebra.


—¿Qué está sucediendo? ¿Cuántas veces tengo que intentarlo? —gritó Martín al hombre de traje.


—Hasta que entiendas —le respondió la mujer mayor, que ahora parecía tener más años encima—. O traicionas a la familia Herrera, o te traicionas a ti mismo, o traicionas a todos los demás... el problema no es el día, ni que bajes y corras a tu oficina, el problema eres tú.


Martín siguió intentando cambiar la situación: renunció antes de tomar la decisión, pero su reemplazo negó el pago de manera aún más cruel; saboteó el sistema completo, pero eso resultó en que miles de familias perdieran sus seguros legítimos; advirtió a los Herrera sobre la discrepancia, pero eso los llevó a tomar decisiones financieras desastrosas.


En el viaje cuarenta y siete, ya con la apariencia de un anciano, Martín se quedó sentado en el tren cuando las puertas se abrieron.


—¿Qué pasa si no bajo más? —estaba agotado.


—Entonces sigues hasta el final de la línea —respondió la mujer mayor, que ahora era tan vieja que parecía translúcida—. Pero nadie quiere ver el final de la línea.


—¿Qué hay allí?


—La verdad: actos que no se pueden deshacer, personas que no se pueden redimir y decisiones que te definen para siempre, sin importar cuántas veces intentes cambiarlas.


El tren siguió su camino hacia estaciones que no reconocía, tiempos que no había vivido. Vio a otros pasajeros desaparecer gradualmente, convertirse en polvo mientras seguían viajando, obsesionados con días que no podían cambiar.


Finalmente, el tren se detuvo en una estación que no tenía nombre. Sólo había un banco vacío bajo una luz fluorescente que parpadeaba, y una pared cubierta de periódicos.


Martín bajó y se acercó a la pared. Todos los periódicos contaban la misma historia, pero desde diferentes perspectivas: la familia Herrera perdiendo su hogar; los niños cambiando de escuela; la madre trabajando tres empleos para pagar el alquiler y el hijo mayor abandonando la universidad.


Y en cada periódico, una foto diferente de Martín: recibiendo su bonificación, comprando un auto nuevo, cenando en restaurantes lujosos y viviendo con dinero que habría sido de ellos.


—¿Entiendes ahora? —preguntó una voz detrás de él.


Martín se dio vuelta. Era el conductor del tren, pero su rostro cambiaba constantemente: a veces era el padre muerto de los Herrera, a veces era otros rostros que Martín no reconocía pero que parecían familiares, víctimas de otras decisiones crueles, otros actos de codicia. Sus ojos eran pozos negros que reflejaban un fuego que no daba calor.


—Yo no causé el incendio —dijo Martín, retrocediendo.


—No —respondió la criatura y su voz resonó como madera quemándose en un incendio—. Pero elegiste construir tu fortuna sobre las cenizas de su sufrimiento y que tu comodidad valía más que su justicia. Y ahora, después de todos estos viajes, sigues creyendo que mereces una segunda oportunidad.


La temperatura del lugar comenzó a descender. El aliento de Martín se volvió visible, y las paredes comenzaron a cubrirse de escarcha formando palabras: "CODICIA", "TRAICIÓN", "EGOÍSMO".


—¿Qué eres? —susurró Martín.


—Soy quien cobra las deudas que el mundo no puede cobrar. Soy quien ajusta las balanzas cuando la justicia humana falla. Y tú, Martín López, has acumulado una deuda muy grande.


La criatura extendió una mano que parecía estar hecha de humo y sombras. Cuando tocó la frente de Martín, un dolor indescriptible se extendió por todo su cuerpo, como si cada célula estuviera siendo reescrita.


Todo se volvió negro.


Cuando Martín despertó, estaba en una cama que no reconocía, en un cuarto pequeño que olía a humedad y desesperación. Se incorporó confundido y se dirigió al espejo roto que colgaba de la pared.


El rostro que lo miró de vuelta no era el suyo. Era más joven, de unos dieciocho años, con rasgos que había visto en las fotos del expediente. Ahora, era Luis Herrera, el hijo mayor de la familia que había destruido, pero dentro de esa cara joven estaban todos los recuerdos de Martín López: sus treinta y cinco años, su educación, su carrera, su traición. Y sobre todo, la perfecta comprensión de lo que había hecho.


Escuchó voces en la habitación contigua. Una mujer lloraba suavemente mientras hablaba por teléfono.


—No, mamá, aún no conseguimos el dinero para el depósito... Sí, Luis tuvo que dejar la universidad... No sabemos cuándo podremos mudarnos de aquí...


Salió de la habitación y vio a la mujer de las fotos del expediente, pero que ahora lo miraba con ojos llenos de amor y preocupación maternal.


—Luis, mi amor, ¿ya estás despierto? Hay cereal para el desayuno, pero no tenemos leche. Tal vez mañana...


Martín quiso gritar que él no era Luis, que él era el hombre que había destruido sus vidas. Pero cuando abrió la boca, sólo dijo:


—Está bien, mamá. No te preocupes.


Durante los días siguientes, Martín experimentó cada consecuencia de su decisión. Trabajó en una gasolinera de madrugada para ayudar a su familia a pagar el alquiler del cuarto; vio a su hermana menor llorar porque los niños de la escuela se burlaban de su ropa usada; tuvo que consolar a su madre cuando creía que nadie la veía; y tuvo que acostumbrarse comer una sola vez al día y de manera muy limitada.


Cada vez que intentó ayudar a la familia a pelear el caso, se topó con obstáculos que él mismo colocó en su vida como Martín: los abogados no los tomaban en serio y los documentos que Martín López "perdió" nunca aparecieron.


Una noche, limpiando la gasolinera, encontró un periódico abandonado con una noticia sobre la bonificación anual de los empleados de su antigua aseguradora. Ahí estaba su foto, sonriendo mientras recibía un cheque. El artículo mencionaba que la empresa había tenido un año particularmente exitoso "gracias a una evaluación más rigurosa de los reclamos".


Pero lo que más le causó un hueco en el estómago, fue que, a pesar del horror de la situación, una parte de él —la parte que corresponde a Luis Herrera— comenzó a amar a la familia. Y eso hacía que el peso de lo que Martín López hizo fuera más insoportable.


Los años pasaron. Luis Herrera trabajó incansablemente para sacar a su familia adelante. Consiguió becas parciales, trabajó dobles turnos y sacrificó su juventud por el bienestar de su madre y hermana. Y, cuando cumplió veinticinco años, finalmente logró que se mudaran a un departamento mejor. Luego, a los treinta, su hermana se graduó de la universidad gracias a los sacrificios que él hizo.


Con el paso del tiempo, Luis Herrera logró reconstruir la vida de su familia. Su madre vivía cómodamente, su hermana tenía una carrera exitosa, él mismo había encontrado cierta paz trabajando como maestro de matemáticas. Pero Martín López, atrapado en el cuerpo de Luis, nunca encontró perdón para sí mismo.


Posteriormente, una enfermedad terminal le llegó y mientras yacía en la cama del hospital, rodeado por la familia que amaba, Martín sintió una profunda tristeza.


—Los amo. Lo siento mucho.


Si bien vivió una vida buena como Luis Herrera, nunca dejó de ser el hombre que destruyó esa vida antes de vivirla.


Y así, Luis Herrera cerró los ojos por última vez, esperando encontrar la paz en la muerte, hasta que...


... cuando Martín despertó, estaba en una cama que no reconocía, en un cuarto pequeño que olía a humedad y desesperación. Se incorporó confundido y se dirigió al espejo roto que colgaba de la pared.


El rostro que lo miró de vuelta era el mismo de hacía años: Luis Herrera a los dieciocho años, con los rasgos que había visto en las fotos del expediente. Pero dentro de esa cara joven estaban todos los recuerdos: los treinta y cinco años como Martín López, la vida entera como Luis Herrera y la horrible comprensión de que esto había pasado antes.


Escuchó la misma voz en la habitación contigua:


—No, mamá, aún no conseguimos el dinero para el depósito... Sí, Luis tuvo que dejar la universidad...


Martín gritó. Un grito de desesperación que atravesó las paredes del cuarto de pensión, porque ahora comprendió la verdadera naturaleza de su castigo.


No era vivir una vida como Luis Herrera, era vivirla infinitas veces; era amar a esta familia una y otra vez, sacrificarse por ellos una y otra vez, cargar con la culpa una y otra vez, y morir sabiendo que volvería a empezar. Era tener que redescubrir su amor por los Herrera en cada vida, sólo para que ese amor hiciera su culpa más insoportable; era tener que ser el mejor hijo posible para la familia que él mismo había condenado, sabiendo que cada acto de bondad era una ironía cósmica.


Su madre entró corriendo al escuchar el grito.


—Luis, mi amor, ¿qué pasa? ¿Tuviste una pesadilla?


Martín la miró a través de las lágrimas. Era tan joven, tan llena de esperanza a pesar de todo lo que habían perdido. Y él la amaría otra vez. La protegería otra vez. Sacrificaría su vida por ella otra vez. Y en cuarenta o cincuenta años más, moriría otra vez, sólo para despertar y volver a empezar.


—Sí, mamá —susurró—. Tuve una pesadilla. Pero ya pasó.


Pero no había pasado. Nunca pasaría, porque en algún lugar, en un tren que viajaba entre dimensiones, una criatura hecha de sombras y fuego reía con la satisfacción de una justicia perfectamente cruel.


Martín López eligió construir su felicidad sobre el sufrimiento de otros. Y ahora construiría su sufrimiento sobre la felicidad que él mismo destruiría, una y otra vez, por toda la eternidad.