No tiene nombre. No tiene dueño. No tiene propósito. Está ahí, simplemente, mirando. No desde un pedestal, sino desde la cima polvorienta de un mueble, desde el borde de un tejado, o desde ese rincón donde los objetos olvidados acumulan sentido sin saberlo. En la fabulosa novela Soy un gato, Natsume Sōseki no escribe sobre un felino: escribe desde él. Y ese gesto, que a primera vista puede parecer humorístico, encierra una operación literaria y filosófica de una lucidez aterradora: el uso de la animalidad para explorar los límites del pensamiento humano, la conciencia sin acción, el espectáculo absurdo del ser.
Sōseki publica esta obra en 1905, cuando Japón está inmerso en una transformación brutal: modernización forzada, occidentalización de las costumbres, una nueva clase media que se empeña en parecer culta, racional y eficiente. Un Japón que quiere parecerse al ideal europeo sin haber procesado del todo su pasado. Y justo en ese escenario, Sōseki decide narrar la historia del mundo a través de un personaje que no hace absolutamente nada: un gato. No un gato heroico, ni sabio en el sentido Disney, ni adorable. Un gato sardónico, solitario, vagamente superior, que observa la vida humana como quien asiste a una comedia mal dirigida.
Y lo extraordinario —lo profundamente moderno— es que esa voz narrativa no necesita más que pensar para desplegar toda su potencia. En ese sentido, Soy un gato es una novela de ideas sin trama (sí, leíste bien); de digresiones sin argumento y de observaciones sin consecuencias (¿qué?). Pero no por eso carece de forma o de verdad. Muy al contrario: la ausencia de acción se convierte en una afirmación estética: en un mundo donde todo se mueve, el gato permanece; donde todos actúan, él piensa, y donde los humanos buscan sentido a través del ruido, él lo intuye en el silencio (¡boom!).
Podría decirse que esta criatura peluda es la encarnación de una conciencia pura, como la que soñaba Husserl en los inicios de la fenomenología: un sujeto sin objeto, una mirada sin pretensiones, suspendida en el umbral de lo que ocurre. Pero sería injusto reducir al gato a un simple fenómeno filosófico. El gato no busca comprender para transformar. No está interesado en cambiar el mundo, ni en iluminar a nadie. No predica. No educa. Su lucidez no es mesiánica, es más bien contemplativa. Diríamos casi que su sabiduría se parece más a la de Pascal que a la de Nietzsche. Es un ser que ha descubierto que, en el fondo, todo es en vano, y que justamente por eso vale la pena reír.
Ahí donde Pascal decía que “la grandeza del hombre consiste en saber que es miserable”, el gato lo confirma con su mirada cargada de indiferencia. Hay algo del horror vacui pascaliano en esta criatura que se sienta a mirar sin esperanza, como si supiera que el universo guarda un silencio que no puede romperse ni con las palabras más solemnes. Si Pascal temía el abismo de los espacios infinitos, el gato ha aprendido a habitar ese abismo sin sobresaltarse. Su serenidad no es la del sabio, sino la del que ha dejado de buscar.
Por momentos, también se podría pensar que el gato de Sōseki es un heredero felino de Schopenhauer. La voluntad ciega que impulsa al mundo —esa que el filósofo alemán veía como raíz del sufrimiento— es aquí objeto de burla. Los humanos actúan, desean, compiten, se humillan... y el gato los contempla con una ironía cargada de piedad. Ha renunciado a toda voluntad: no desea nada, no lucha por nada, no espera nada. En un mundo que sufre por querer demasiado, el gato se salva por no querer nada. Es el negativo perfecto del homo economicus moderno. Si Schopenhauer aconsejaba la negación de la voluntad como vía hacia la paz interior, el gato parece haberlo entendido de forma instintiva, sin leer un solo tratado (es mi héroe).
La inutilidad del gato —su falta de rol, su negativa a ser útil— es el mayor de sus gestos filosóficos. En una sociedad que comenzaba a medir el valor en términos de productividad, él es una presencia que habita el tiempo sin explotarlo. Mientras los humanos se pierden en teorías pedagógicas, en debates pseudointelectuales o en la burocracia del conocimiento, el gato los ve como lo que son: animales disfrazados de razón. Y ahí está la genialidad de Sōseki: su animal no es un espejo idealizado del humano, como ocurre tantas veces en la literatura, sino un testigo irónico de su fracaso.
Hay un pasaje especialmente lúcido en el que el gato observa cómo los hombres se pavonean de sus lecturas y citas, y anota con sorna que parece que “la cultura consiste en recordar palabras que uno no entiende, y repetirlas con gravedad”. En esa línea resuena no solo el escepticismo de Sōseki hacia la modernidad importada, sino también una crítica más profunda a la idea misma de progreso intelectual. Porque el conocimiento sin humildad, nos dice el gato, no es más que una forma elegante de estupidez.
Y aquí es en donde Soy un gato se vuelve profundamente contemporánea. En nuestra época —en la que la sobreproducción de opinión ha reemplazado al silencio reflexivo— esta novela se presenta como un acto de resistencia estética. El gato, que no escribe en redes, que no opina sobre todo, que no necesita tener razón, se convierte en un modelo de existencia alternativo. Un sujeto que observa sin necesidad de intervenir, que piensa sin la ansiedad de concluir, que contempla el absurdo sin el deseo de corregirlo.
Pero no nos equivoquemos: no es que el gato carezca de juicio. Lo tiene y lo ejerce con brutal ironía. Sabe ver el ridículo en la solemnidad, el egoísmo en la cortesía, la hipocresía en la educación. Sólo que su juicio no lo impulsa a actuar, sino a distanciarse. Es una lucidez melancólica, casi oriental, que acepta que el mundo es imperfecto y que tratar de corregirlo desde el centro del sistema sólo refuerza sus errores. Por eso, el gato elige la periferia. No el púlpito ni el estrado, sino el marco de la ventana.
En esa mirada periférica, ese lugar liminal desde donde todo parece un poco más absurdo y un poco más humano, el lector también se transforma. Porque en la medida en que uno lee al gato, empieza a mirar como él. Y entonces los personajes que desfilan por la novela —el maestro Kushami, sus amigos pretenciosos, los vecinos necios— dejan de ser caricaturas japonesas de una época específica y se vuelven figuras universales. Sí, todos conocemos un Kushami; todos hemos sido, en algún momento, ese intelectual que habla mucho y escucha poco, que cree tener ideas brillantes mientras el gato nos observa con piedad silenciosa.
Quizá por eso la novela no necesita avanzar. No hay un clímax, ni una redención, ni un desenlace. Porque el objetivo no es llegar, sino mirar. El movimiento no está en la trama, sino en el pensamiento. Cada capítulo es una vuelta más al mismo eje: la inutilidad de la pretensión humana, la tragicomedia del yo. Es como si Sōseki hubiera reinventado el monólogo interior para una criatura sin lenguaje humano, y aun así más lúcida que todos los personajes que lo rodean.
Hay algo casi místico en esta renuncia a la acción. Una lección zen, si se quiere, en la que el verdadero conocimiento no está en intervenir, sino en soltar. En observar sin identificarse, en comprender sin dominar. El gato no busca controlar el mundo: lo deja ser. Y en ese gesto, paradójicamente, se convierte en el único personaje verdaderamente libre.
Sōseki, que fue él mismo un intelectual torturado, exiliado voluntario en Londres y crítico feroz de la imitación ciega de Occidente, parece encontrar en el gato una voz que le permite decir lo que quizá un narrador humano no podría. Hay algo liberador en escribir desde otro reino del ser, en ceder la palabra a una criatura sin poder, sin historia, sin voz oficial. Y ese desplazamiento, esa decisión radical de narrar desde los márgenes de la humanidad, convierte a Soy un gato en una obra precursora no sólo en estilo, sino en ética narrativa.
Porque al final, lo que queda no es la historia del gato, sino la experiencia de haber pensado con él. De haber adoptado por un momento esa mirada inútil pero aguda, ese escepticismo tierno, esa tristeza burlona que lo atraviesa todo. Leer Soy un gato es, de algún modo, practicar la filosofía sin nombrarla. Es afilar el pensamiento sin citar a Kant; es reírse de uno mismo con la elegancia de quien ya no espera ganar.
Quizá por eso, cuando cerramos el libro, sentimos que nos hemos vuelto un poco más gatos. Más distantes, más lúcidos, más capaces de mirar el mundo sin caer en sus trampas. Y eso, en tiempos donde todos corren sin saber por qué, es una forma de sabiduría.
Si aún no has tenido la oportunidad de leer esta maravillosa novela, puedes encontrarla aquí.
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¿Y tú, desde qué rincón del tejado miras el mundo?
Jonathan Molina